¡Que se vaya lo malo, que venga lo bueno!





Este año nuevo, como todos los años, hice un ritual para despedir al año viejo y bien venir al nuevo. Pero esta vez, o por lo menos así lo quiero creer, hice el ritual con mucha más convicción y mucho más deseo. El 2017 ha sido un año de mierda. De los peores. Y necesitaba asegurarme, o por lo menos intentar, que nada de él me persiga al 2018.

Desde que tengo memoria siempre he hecho algún ritual de año nuevo: correr una vuelta a la manzana cargando una maleta para viajar el siguiente año, ponerme un calzón amarillo (normalmente comprado en el mercado más cercano) para la buena suerte, ponerme lentejas sin cocinar en los bolsillos (meses después siguen apareciendo lentejas) para la plata, comer 12 uvas a media noche (o atragantarse 12 uvas a la vez) no sé bien para qué... y todos siempre los he hecho con la mejor intención los mejores deseos para el siguiente año. Y bueno, también los he hecho porque son súper divertidos, especialmente con un par de tragos encima.

Me acuerdo del año nuevo cuando tenía 13 años. Me hicieron darle la vuelta a un parque de la mano con mi abuela y cargando una maleta bastante grande. No pasaron ni dos semanas y estábamos las dos trepadas en un avión. El viaje duró un mes y seguro ya estaba organizado desde antes, pero para mi había sido consecuencia directa de la vuelta al parque. Otro año me acuerdo que cambié el clásico calzón amarillo por uno rojo. Tenía 20 y muchas ganas de tener enamorado, para indignación de mi madre. Dicho y hecho para el final del verano yo y todas mis amigas andábamos con enamorado. Sin embargo, mientras escribo este post y reflexiono sobre la efectividad de los rituales, me parece que no tengo pruebas suficientes para concluir que funcionan. Me acuerdo de algunas anécdotas exitosos pero y el resto de años? De hecho, los dos últimos han sido un fracaso. Especialmente el anterior a este en el quemé un burrito hecho de cartón y papel con la intención de alejarme del burro del chico que me perseguía (estaba en Ecuador y había que seguir la tradición local). Un par de semanas después del año nuevo ya estaba tristemente capturada.

A pesar de las pocas pruebas, este último ritual va a ser exitoso. Lo presiento. Esta vez consulté con mis amigas expertas, inclusive leí los links que me mandaron y hasta tuve repreguntas. Compré la sal marina, las velas color morado, escribí en un papel en blanco todas las cosas que quiero dejar en el 2017 y hasta me puse un calzón amarillo (comprado en el mercadito de Caraz) por si acaso. Y un poco antes de la media noche me bañé en agua helada con la sal rosada para limpiarme de lo malo. Y luego me senté en el jardín bajo la luz de la luna casi llena a quemar mi papelito hasta que las cenizas se volaron por el viento. No logré meditar (nunca he podido) pero sí repetí varias veces y durante todo el proceso "que se vaya lo malo, que venga lo bueno". Solo me falta hacer un dibujo para visualizar lo que quiero lograr este año, pero ni bien termine este post lo acabo. Así que, 2018, estoy preparada!

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