Historias de montañas #1



Hay personas que son de montaña y personas que no lo son. Yo no sé si soy 100% de montaña, pero definitivamente disfruto de escaparme a las alturas. No hay quién me detenga cuando aparece la oportunidad de ir al Cusco (al Valle del Urubamba) o a Ancash (Huaripampa), aunque sea solo por un fin de semana. De todas las montañas que hay en la sierra peruana, estas son a las que voy con la total seguridad de que voy a pasarla demasiado bien. Aire fresco, cielo azul en el día y estrellado en las noches, naturaleza, frío pero bien abrigada, libros y vinos, muchos vinos. Claro que puedo hacer hikings entre otras actividades, pero nada se compara con un buen atardecer en alguna terraza leyendo un libro o escuchando buena música o ya pues, conversando con amigos.

Sin embargo, después de tres o cuatro días en la sierra, extraño la ciudad. Extraño el tráfico, el café de por mi casa, salir por la noche a algún restaurant, caminar por las calles, el teatro, el cine, los bares y el mar. Extraño oler a mar y poder verlo cuando me asomo por mi ventana.

Mi mamá odiaba la sierra. Le caía fatal. Primero que nada sufría del famoso "soroche" o mal de altura y si no fuera porque descubrimos unas pastillas que ayudan a pasarla mejor, se habría seguido desmayando durante los primeros días de cada viaje. Además odiaba el clima seco, muy raro siendo ella serrana de nacimiento, y no paraba de quejarse de cómo sus labios o su codos se descascaraban sin control a pesar de cuanta crema se untara. Finalmente no podía con la tranquilidad del paisaje y el silencio de la montaña, "extraño el ruido de la ciudad, extraño mi café" me decía. Mi mamá iba todos los días por las mañanas al mismo café y se sentaba a leer periódicos y a escribir. Cuando ella se fue, le tomé la posta y bastaron unas cuantas semanas para entender a lo que se refería. Mi ciudad tiene un ruido simpático, casi familiar, y yo también lo extraño cuando me voy de viaje.

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